Nos sentamos a hablar y la conversación gira en torno a tus ganas y tu intención de hacer las cosas bien, de vivir de la manera más honesta posible. Dices que te llevará tiempo, que eres humano y estás lleno de defectos que intentarás corregir con ayuda, paciencia y tiempo.
Al día siguiente descubro que vuelves a las andadas. Me apetece golpearte con la evidencia en la cara, porque no tendrías escapatoria, pero de momento me callo porque mi cerebro me aconseja que te dé (de nuevo) la oportunidad de enmendarte porque tú quieres, no porque yo, ni nadie te lo pida.
En esta ocasión hay mucho en juego si uno de nosotros falla, pero tengo la impresión de que voy a ser yo quien más sacrifique si quiero que esto funcione.